Veronica persica y Veronica hederifolia

Pocas flores muestran como la verónica el azul  de nuestros  cielos de marzo. Cualquier persona que haya  saltado más de 10 grados de latitud habrá observado que el color del cielo es el menos uniforme de los colores de la naturaleza. Es una la atmósfera que nos cubre, pero son infinitos los matices de azul del cielo. A los lánguidos azules septentrionales se oponen los luminosos azules del sur. Y con las estaciones los tonos también varían. Verónica refleja el azul de la primavera, limpio, intenso. Incluso se adorna con una mácula blanca que tiene su paralelo en la frescas nubes que se forman en la fría atmósfera primaveral. 
En cualquier momento escucharemos el ulular del autillo, como ya hace días hemos oído el paso de las grullas, y en el suelo hace ya días que las flores de la verónica motean el verde nuevo. 
Mejor tendríamos que decir verónicas.  Veronica persica es la que más prolifera: se extiende por alcorques y céspedes, tapiza taludes herbosos, colorea cunetas. Las hojas, que tienen un pequeño cabillo, se suceden alternamente en los tallos reptantes que cubren el suelo. De sus axilas sale un largo pedúnculo al término del cual se abre una flor. A razón de crecimiento del tallo, van naciendo nuevas flores mientras atrás quedan los frutos, pequeños corazones comprimidos que conservan todavía parte del pistilo en el centro de la escotadura.


Menos abundante, pero también presente es Veronica hederifolia. Mas pequeña que la anterior, también rastrera. Ocupa algunos rellanos aunque sean de suelo escaso.
El caminante pronto notará que las hojas tienen entre 3 y 5 lóbulos, y vienen con largo pecíolo, de alguna manera recuerdan a las hojas de la hiedra. la flor tan apenas sobresale entre los pelosos sépalos del cáliz.




 El fruto en lugar de estar comprimido es globoso y tiene los senos muy poco marcados.
Existe una verónica con virtudes medicinales (Veronica officinalis), pero no la hemos encontrado por nuestra zona.
Las aquí presentadas son más modestas, pero tienen la no despreciable virtud de hacernos ver el cielo cuando, ensimismados en nuestros pensamientos, caminamos con la cabeza inclinada hacia suelo.

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