La acción inteligente del ser humano también es capaz de crear espacios donde la vegetación espontánea se desarrolla y muestra toda su riqueza. Me he acercado a Estadilla. Desde la Fuente de los Doce Caños he dedicado una mañana a observar las plantas que crecen entre las acequias y caminos que se distribuyen en torno al Barranco de la Huerta. Los leones que adornan la fuente lucen largas melenas verdes de culantrillo de pozo. Camino al costado de tapiales de mampuestos en los que se confunden las piedras con los gruesos y añosos troncos de la hiedra. De alguna pared surgen de improviso higueras y sabuqueras.
No
sigo ningún rumbo fijo, me dejo llevar por el rumor del agua que corre por
canalillos y holgazanea en pequeñas albercas. El apio borde y los berros se
apelotonan en los remansos.
Alguna
pamplina crece entre el verdín y el musgo.
Sigo un tapial coronado por la betiquera. Llego a un vallecillo
sombreado por altos fresnos y chopos al tiempo que se oye el tamborileo del
picapinos, rápido y fuerte.
El
rusco muestra gruesas esferas rojas aplicadas a sus falsas hojas. Marcas
pintadas en azul y blanco indican un recorrido que a veces sigo, otras no. En
algunas huertas comienza la actividad de primavera. Las eras muestran un suelo
oscuro, orgánico, profundo, legado de generaciones de personas que crearon y mimaron la tierra para que diera sus
mejores frutos. Cerca de un enorme fresno sigo una acequia cavada en la tierra.
No hay más obra humana que el cóncavo caballón que permite conducir el agua
entre el muro y los árboles, ni cemento ni hormigón. Es como un regato natural,
sólo en la tierra compactada y la curva que describe el agua al girar junto a
un muro se intuye la mano humana. Qué admirable gestión del agua que nacida de
una vena subterránea se reparte por acequias hasta llegar a las huertas.
El frescor y la abundancia de nutrientes hacen que la celidonia tapice el suelo junto a las lanceoladas hojas de las romazas y aros.
El
regato ha desembocado en el camino que me llevaría a Estada. Una fuente con
bancos de piedra invita a prestar atención al rumor del agua y abandonar todos
los pensamientos. Sigo la acequia festoneada de un verde palpitante y encuentro
muy cerca del agua una planta que desconocía. Es un ranúnculo de flores
diminutas, tallo grueso y fistuloso, amarillo traslúcido y grandes hojas muy divididas.
Ranunculus sceleratus le llaman los
botánicos. Es la hierba sardonia, cuya ingestión hace que la boca se tuerza y
muestre una sonrisa sardónica. Como todos los ranúnculos es terriblemente
tóxica, mortal por ingestión y causante de irritación y ampollas por contacto
con la piel. Es acertado que también la llamen revientabuey. Para Aragón es
especie muy rara, con contadas localizaciones. Qué suerte, está en Estadilla. Me cuesta
dejarla, pero para cuando lo hago ya está grabada en mi retina y mi memoria.
Sigo caminando todavía más porque quiero acercarme a las ruinas del
balneario de aguas sulfurosas. Lentejas de agua cubren algún rincón de la
acequia donde comienzan a despuntar por encima del agua las primitivas formas
de los equisetos, apiñadas las ramillas en el ahusado y acanalado tallo con
adorno de festones triangulares, maravilla geométrica de la naturaleza. Al
llegar al antiguo puente que conducía al balneario miro a su base: larguísimas
colas de caballo cubren el fondo, blancas por ser las que pasaron el invierno y
todavía no se han renovado. Es Equisetum
telmateia, otra de las singularidades de este lugar estadillano. Sólo he
visto este hermoso y el más alto de nuestros equisetos en el barranco de Gabasa.
Un
poco más adelante me acerco a lo que queda del balneario. Las violetas con su dulce
aroma compiten con el desagradable olor del agua sulfurosa que emana de las
escondidas fuentes. Altos litoneros parten los muros del antiguo balneario y la
hiedra envuelve la ruina. Natura reclama lo suyo.
Nota:Artículo publicado en Rondasomontano, edición impresa, y ampliada aquí con fotografías.
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