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Paisajes vegetales del Somontano. El sisallar y el albardinar en Las Coronas y el Almerge.

 Si la Historia se apoya en la memoria que los objetos aportan, otro tanto podría decirse de la vegetación que nos rodea. Las plantas testimonian no sólo el pasado geológico de la Tierra, también la huella de los humanos.

Me he acercado a Las Coronas y El Almerge,  en los términos municipales de Fornillos y Laluenga, restos desvencijados de poblados altomedievales. Sobre los aislados afloramientos de arenisca quedan exiguos restos de gradas , vanos y cillas talladas en la roca.

Pueblos que fueron y ya no son, ni el nombre que les dieron sus pobladores somos capaces de recordar. En verano, las rocas de arenisca que sirvieron de apoyo a las viviendas acumulan calor, y elevan la temperatura en derredor. Las plantas crasas, con su especial metabolismo, soportan este ambiente tórrido. Sedum sediforme cubre ampliamente el suelo y refresca el ambiente ayudando a que prosperen plantas efímeras.


Calamintha nepeta subps. nepeta alfombra el suelo entre los restos de piedras talladas, inevitablemente las piso y se eleva su amentolado aroma.


   Coris monspelliensis vive allí donde la roca se convierte en grava calcinada. 


 En contraste, cuando llega el invierno, el pálido cielo  extiende su gélido aliento sobre  las suaves ondulaciones de sasos y coronas vestidos de raquítica vegetación parda.  La silueta oscura de algunas solitarias carrascas y chinebros  rompen esta  monotonía.


El horizonte se ve surcado por cañadas y clamores. El  pastoreo practicado durante siglos transformó este paisaje convirtiéndolo en sisallares y albardinales. La oveja y la cabra seleccionaron la vegetación y transportaron la semilla, propagando unas especies y limitando el crecimiento de otras. El sisallo (Salsola vermiculata) proveía alimento cuando bajaba el ganado trashumante  de la montaña. 


Paso junto a un talud en el que asoman las venas rastreras del albardín (Lygeum spartium)  que avanzan geométricamente  sujetando el ínfimo y polvoriento suelo.



 Las matas de la capitana (Salsola kali) ruedan atravesando los campos impulsadas por el cierzo. Es la estepa. 


 En la primavera temprana, la sazón de la tierra despierta multitud de pequeñas florecillas anuales. Paso por una val cultivada de cereal en cuyo lindero crece Adonis aestivalis sp. squarrosa


 Los primeros agricultores neolíticos trajeron desde tierras lejanas  las semillas de esta planta segetal  mezcladas con las semillas de los cereales, y aquí quedaron estas motas  purpúreas en nuestros campos. Más adelante, en pasto bien recorrido por el ganado lanar veo diminutas flores de color amarillo limón, parientes de la anterior,  es Adonis  microcarpa.


En un talud, me sorprende la llamarada amarilla de Haplophyllum linifolium, pariente de la ruda.


 En el Almerge veo matas de alharma, (Peganum harmala), planta característica de los páramos secos, común en el valle del Ebro, pero muy escasa en nuestro territorio.  Por su nombre común, alharma,  atisbo  ecos árabes.  De oriente llegó su uso: como tintura textil productora de  rojos y amarillos,  y como ingrediente ritual para conseguir un estado de embriaguez.  Imagino este poblado ahora abandonado cuando, lleno de vida, quizá la alharma se utilizara para alegrar veladas festivas.


Vuelvo a final del verano y  atravieso una clamor en el que crecen carrizos y aneas. Viejas tamarizas  (Tamarix canariensis) crecen próximas al agua salobre. 


 Asciendo por una val con ligera pendiente, está cubierta de pasto que escasamente ha sido probado por el diente de la oveja.

 Azulean espigas de flores, un agradable aroma asciende cuando paso junto a ellas. Es el hisopo ( Hyssopus officinalis  sp. canescens) que con su floración  marca el cambio de estación. Muy escaso en nuestros días, el hisopo fue antaño planta que formaba parte de la botica cultivada en el huerto por sus propiedades curativas de las vías respiratorias. Si también se usó como planta ritual, para asperger y purificar, cabe entrar en duda, puesto que aunque comparte nombre con el objeto utilizado en las liturgias judía y cristiana, nuestro hisopo no crece en Palestina. Cojo un pequeño ramillete de hojas para que su aroma me acompañe el resto de la jornada, me parece complemento ideal a este paseo por la naturaleza y el tiempo. Acaricio la idea de que esta ramita de  hisopo sea descendiente del que hubieran usado quienes vivieron en estos poblados abandonados.



Paisajes vegetales del Somontano. Por el camino de la Ferrigala desde el congosto de Olvena.

Hay lugares que actúan como refugio para determinadas especies vegetales, lugares que suponen una excepción y crean islas que nos transportan a otros espacios y tiempos. He pasado los túneles de Olvena, a un centenar de metros del puente de la Sierra me he detenido en un aparcamiento junto al que nace el sendero que asciende a la Sierra de la Carrodilla por su cara norte. Una baranda de madera marca el inicio del camino de la Ferrigala, incluido en la GR-45. 




















El frescor y humedad que acompañan al río Ésera, junto a la orientación en umbría, crean las condiciones adecuadas para el establecimiento de una cubierta vegetal que sorprende al poco de iniciar el camino.



 A cubierto de la densa foresta de quejigos, fresnos y algún que otro pino, crece un denso sotobosque de durillos (Viburnum tinus sp. tinus).

Viburnum tinus


Frutos de Viburnum tinus

 Aquí y allá asoman las hojas del azirón (Acer monspessulanum), pero es el predominio del durillo lo que confiere al lugar un ambiente especial.

Acer monspessulanum

 La forma lauroide de sus hojas, el alto porte de los ejemplares que aquí crecen, y la alta densidad de estos arbolillos me hacen olvidar por un momento que sigo en el Somontano de Barbastro. Me siento transportado a un lugar exótico. Los sentidos no me engañan, el durillo es un arbusto con pasado subtropical. Las hojas anchas, brillantes y correosas guardan similitud morfológica con los formadores de la  laurisilva canaria o con cualquier otro bosque de similar clima. En un pasado remoto, cuando la Península Ibérica se situaba miles de kilómetros al sur, próxima al Ecuador, el clima cálido y húmedo predominaba en estas tierras. La flora termófila y adaptada a una reducida sequedad en verano poblaban estos lugares. Sigo caminando y me encuentro ejemplares de oreja de oso (Ramonda myconi), mata aficionada a los roquedos calizos y que guarda la misma filiación primitiva con el clima paleotropical que el durillo. 


 Ambas especies superaron como pudieron  los periodos glaciares refugiándose en rincones con sol y al resguardo del intenso frío. A la oreja de oso la recibo como lo que es, con alegría por contemplar un endemismo pirenaico que, si bien es frecuente en el Pirineo, no conozco subsista en Aragón más al sur de  donde ahora me hallo. Sigo ascendiendo por el sinuoso camino, la hepática (Hepatica nobilis) y la primula (Primula veris) añaden argumentos para hacerme pensar que estoy en la montaña.

Hepatica nobilis

Primula veris


Las cornicabras (Pistacia terebinthus) han abandonado su aspecto arbustivo de la tierra llana y aquí adquieren un porte arbóreo.

Pistacia terebinthus


 La emborrachacabras  (Coriaria myrtifolia) enseña sus flores femeninas de rosados y glandulosos estigmas.

Flores masculinas de Coriaria myrtifolia


La ascensión me ha alejado del río y sus angosturas. La luminosidad aumenta a medida que la pendiente disminuye. El clima mediterráneo se impone y la vegetación se va transformando gradualmente. Poco a poco la magia de ese bosque de durillos va cediendo, y en su lugar comienza a dominar el boj, la carrasca y el chinebro.  Largas varas de la aliagueta fina (Cytisophyllum sessilifolius) cubren los pequeños claros.

Cytisophyllum sessifolium

 El suelo pedregoso impone su selección y prospera el talictro (Thalictrum tuberosum).

Thalictrum tuberosum


 Aethionema saxatile adorna los resquicios de algunas rocas. 

Aethionema saxatile


Aparecen letreras (Euphorbia flavicoma) de hoja menuda. 

Euphorbia flavicoma


Me detengo en un resalte rocoso que como un balcón se asoma al estrecho que traza el Ésera.

Anthyllis vulneraria

 

Junto a una mata de vulneraria (Anthyllis vulneraria) respiro profundamente intentando captar la mezcla de aromas que ascienden desde el fondo del congosto mientras un impasible buitre planea bajo mis pies.

Congosto de Olvena desde camino la Ferrigala




























Nota:Artículo publicado en Rondasomontano, edición impresa, y ampliada aquí con fotografías.

Paisajes vegetales del Somontano de Barbastro. Del Salto de Bierge a la fuente de la Tamara.

 

Al salir del aparcamiento que está junto al Salto de Bierge se percibe el frescor que genera la ribera del Alcanadre, pero al poco de comenzar a caminar hacia la Tamara uno se da cuenta de que hasta el final del camino esa frescura quedará como un eco, en su lugar sólo sentiremos  el aliento cálido del monte mediterráneo. El río describe curvas inverosímiles tallando el rojizo horizonte rocoso dejando a su paso una cinta verde de chopos y fresnos. 

Curva del Alcanadre inmediatamente después del Salto de Bierge.


Todavía la humedad del río ayuda a formar pradillos donde florece Prunella laciniata.
Prunella laciniata



  Recorro con pies ligeros los primeros tramos de pista bordeados por campos de labor y esparcetas. La pista por la que camino  me  separa más del río y termina en un  tramo acondicionado para personas con movilidad reducida. Durante unos metros estas personas podrán disfrutar de la conjunción de río y bosque, de roca y cielo.  Puedo ver cómo el río queda encorsetado entre la roca y a su alrededor crece un denso bosque.  Es un bosque dominado por la encina generosa que comparte espacio con pinos, chinebros y sabinas.  Forma un tejido denso, impenetrable, epidermis que parece antigua, primigenia y nos narra el ascenso de los bosques cálidos por las sierras prepirenaicas al término de la última glaciación. Los Quercus se hicieron dueños y desplazaron a Pinus y Juniperus. Desde un mirador contemplo un paisaje donde todo es agua roca y bosque. No aparece más huella humana que alguna estrecha vereda. El aire se llena con los ruidos del bosque y el río. No lo interrumpe ningún sonido extraño.   El bosque entero se me antoja como una comunidad de árboles que se hablan con el susurro de las hojas y la química de sus raíces, en tan estrecha proximidad que se comportan como un único ser que respira y crece.  Quiero adentrarme lo antes posible entre los aromas resinosos de pinos y sabinas,  acariciar las hojas de la alborcera, o contemplar el terso limbo del lentisco. 
Pistacia lentiscus


En el suelo reseco, en pequeños claros, crecen las cucharetas (Leuzea conyfera) que atesoran en las escamas de sus cabezuelas el brillo del sol. 


En la semisombra de estos suelos caldeados  nunca arados crecen algunas Epipactis de pequeñas corolas en forma de artesa que almacenan los dulces jugos que atraen  a las hormigas. 

Flor de Epipactis helleborine




Entre los cascajos soleados forma extensos tapices el camedro (Teucrium chamaedrys)
Teucrium chamaedrys



 y la rara Ononis rotundifolia luce sus bellas hojas redondeadas. Esta planta es indicadora de los bosques frescos submediterráneos. Vista aquí junto a otras plantas termófilas nos muestra que los gradientes térmicos producidos por los cambios de orientación de las laderas producen esta rica biodiversidad. 
Ononis rotundifolia

El camino se amolda a los  contornos del paisaje, sube, baja, gira mil veces. Al pasar junto a una pared de conglomerado veo colgadas las flores de Petrocoptis guarensis, que por su exclusividad bien podría servir de emblema para este territorio: austera y resiliente, bella en su sencillez. Las flores, al madurar, buscan la proximidad de la roca para curvar sus tallos. En los resquicios de las rocas  depositan las semillas intentando evitar que caigan al suelo y se pierdan. 
Petrocoptis guarensis


Cápsulas maduras de Petrocopsis guarensis flexionadas hacia la roca y las todavía en flor separadas.


Camino ahora sobre terreno despejado, suelo desnudo donde a pleno sol crece Convolvulus lanuginosus, muy escaso en nuestras tierras. Compruebo el tacto sedoso de los largos cilios  que cubren  la base de sus flores. Una araña cangrejo, mimetizada por su color cerúleo, usa las campanas de las flores como campo de caza.


Cistus salviifolius se intercala ocasionalmente en el matorral y le añade color.
Cistus salviifolius

El camino me asoma a los riscos ocultos entre la vegetación, a lo lejos veo la pared rocosa del Huevo de Morrano, vestigio de cauces extintos que crearon relieves fosilizados tallados en aluviones traídos de las montañas del norte. Me detengo un rato para contemplar la última curva del río antes de llegar a la fuente de la Tamara.

Huevo de Morrano


 Desciendo con rapidez al río, con ansia espero refrescarme en sus aguas y cobijarme del sol a la sombra de sus altos chopos. A mi lado, en la orilla arenosa del río, crecen grupos de Linum campanulatum,  y la hierba falangera (Anthericum liliago) desafiantes ante las impetuosas crecidas de este río.
Linum campanulatum
Anthericum liliago


Hay varios mundos en el lugar de la fuente de Tamara. Arcillas rojas y areniscas están pobladas de pino de Alepo en las repisas de la pared, y chopos y sargueras junto al río. En la orilla contraria, las grises calizas están colonizadas por las sabinas negrales. 
Poco antes de iniciar el regreso me acerco donde el río se encaja entre las calizas y esculpe gorgas y ollas. Allí entre las grietas crecen pequeñas sabinas negrales. La grisácea caliza recibe todo el poder del sol. Me cobijo como puedo bajo una pequeña sabina. Su tronco se abre paso sobre la roca desnuda. Entre tanto, mis ojos vagan por las esmeraldas ondas del Alcanadre.

Fuente de la Tamara




Nota:Artículo publicado en Rondasomontano, edición impresa, y ampliada aquí con fotografías.

Paisajes vegetales del Somontano. El barranco de la Huerta de Estadilla.

La acción inteligente del ser humano también es capaz de crear espacios donde la vegetación espontánea se desarrolla y muestra toda su riqueza. Me he acercado a Estadilla. Desde la Fuente de los Doce Caños he dedicado una mañana a observar las plantas que crecen entre las acequias y caminos que se distribuyen en torno al Barranco de la Huerta. Los leones que adornan la fuente lucen largas melenas verdes de culantrillo de pozo. Camino al costado de tapiales de mampuestos en los que se confunden las piedras con los gruesos y añosos troncos de la hiedra.  De alguna pared surgen de improviso higueras y sabuqueras.


El beletón cubre las rendijas y en mínimas repisas crecen los arrocetes y embasadores. 

 

No sigo ningún rumbo fijo, me dejo llevar por el rumor del agua que corre por canalillos y holgazanea en pequeñas albercas. El apio borde y los berros se apelotonan en los remansos. 


Alguna pamplina crece entre el verdín y el musgo.  Sigo un tapial coronado por la betiquera. Llego a un vallecillo sombreado por altos fresnos y chopos al tiempo que se oye el tamborileo del picapinos, rápido y fuerte. 




El rusco muestra gruesas esferas rojas aplicadas a sus falsas hojas. Marcas pintadas en azul y blanco indican un recorrido que a veces sigo, otras no. En algunas huertas comienza la actividad de primavera. Las eras muestran un suelo oscuro, orgánico, profundo, legado de generaciones de personas que crearon  y mimaron la tierra para que diera sus mejores frutos. Cerca de un enorme fresno sigo una acequia cavada en la tierra. No hay más obra humana que el cóncavo caballón que permite conducir el agua entre el muro y los árboles, ni cemento ni hormigón. Es como un regato natural, sólo en la tierra compactada y la curva que describe el agua al girar junto a un muro se intuye la mano humana. Qué admirable gestión del agua que nacida de una vena subterránea se reparte por acequias hasta llegar a las huertas. 


El frescor y la abundancia de nutrientes hacen que la celidonia tapice el suelo junto a las lanceoladas hojas de las romazas y aros. 



El regato ha desembocado en el camino que me llevaría a Estada. Una fuente con bancos de piedra invita a prestar atención al rumor del agua y abandonar todos los pensamientos. Sigo la acequia festoneada de un verde palpitante y encuentro muy cerca del agua una planta que desconocía. Es un ranúnculo de flores diminutas, tallo grueso y fistuloso, amarillo traslúcido y grandes hojas muy divididas. Ranunculus sceleratus le llaman los botánicos. Es la hierba sardonia, cuya ingestión hace que la boca se tuerza y muestre una sonrisa sardónica. Como todos los ranúnculos es terriblemente tóxica, mortal por ingestión y causante de irritación y ampollas por contacto con la piel. Es acertado que también la llamen revientabuey. Para Aragón es especie muy rara, con contadas localizaciones.  Qué suerte, está en Estadilla. Me cuesta dejarla, pero para cuando lo hago ya está grabada en mi retina y mi memoria. Sigo caminando  todavía  más porque quiero acercarme a las ruinas del balneario de aguas sulfurosas. Lentejas de agua cubren algún rincón de la acequia donde comienzan a despuntar por encima del agua las primitivas formas de los equisetos, apiñadas las ramillas en el ahusado y acanalado tallo con adorno de festones triangulares, maravilla geométrica de la naturaleza. Al llegar al antiguo puente que conducía al balneario miro a su base: larguísimas colas de caballo cubren el fondo, blancas por ser las que pasaron el invierno y todavía no se han renovado. Es Equisetum telmateia, otra de las singularidades de este lugar estadillano. Sólo he visto este hermoso y el más alto de nuestros equisetos en el barranco de Gabasa. 


Un poco más adelante me acerco a lo que queda del balneario. Las violetas con su dulce aroma compiten con el desagradable olor del agua sulfurosa que emana de las escondidas fuentes. Altos litoneros parten los muros del antiguo balneario y la hiedra envuelve la ruina. Natura reclama lo suyo.



Nota:Artículo publicado en Rondasomontano, edición impresa, y ampliada aquí con fotografías.