Camino de El Pueyo: Scirpus holoschoenus. "Junco"

Apretados junto a una acequia, los juncos despiertan ecos del pasado lejano. Verano y juncos son para mí tardes de paseo y pesca en el Vero. Masa de harina,aceite y azafrán que mi padre amasaba para formar el cebo con el que entretener la tarde junto a mis hermanos. Recorrer los rincones del Vero: la milinguera, puntaflecha, el puente de hierro, las badinas de la Virgen del Plano y más allá, en busca de un lugar donde barbos y madrillas picasen engatusados por un cebo que lentamente amasábamos con los dedos mientras extendíamos el sedal con aquellas largas y pesadas cañas de bambú.
La tarde pasaba apacible acompasada con el rumor de un río Vero que todavía no había muerto (más tarde llegaron los vertidos incontrolados, la inmundicia y la ova).  Con el fin de la tarde llegaba la vuelta a casa y en el camino los juncos eran parada obligada. De un tirón sacábamos algunos tallos, enteros de raíz. El blanco lo masticábamos para saborear su dulce jugo. Conservábamos unos cuantos tallos verdes, los más regulares. Luego en casa , debidamente cortados en tamaño de una cuarta ,servían para jugar en la mesa a un juego que desconocíamos tenía nombre exótico (mikado) y al que nosotros decíamos "paletes". El aroma del río, peculiar olor de agua y fango, lo conservábamos en el alma mientras con paciencia y atención separábamos en el juego cada junco del resto, ejercitando la honradez cada vez que admitíamos haber movido el junco no deseado.
Scirpus holoschoenus es un junco fácil de identificar por las espiguillas globosas agrupadas en un lado del ápice del tallo, el cual termina en punta muy aguda. La raíz rizomatosa produce numerosos tallos con escamas en la base. Siempre habita lugares que conservan humedad todo el año, soportan perfectamente lugares anegados, y resisten admirablemente las crecidas del río debido a su flexibilidad. En el camino de El Pueyo, no abunda por ser espacio árido, pero gracias a alguna acequia podemos contemplarlo en estas calurosas tardes de verano.

Inventario de sensaciones


Estaba pasando la noche en el refugio de Viadós. El calor y el cansancio me impedían dormir así que salí al exterior. Ya hacía horas que la noche mostraba las estrellas, y contemplándolas en la absoluta negrura y soledad percibí un aroma nocturno que había olvidado.Fue una sensación fugaz pero intensa que me llevó a cuando tenía 13 años y caminé por primera vez en la noche de estos parajes.Había recuperado un recuerdo olvidado. Además, en los instantes siguientes fueron llegando a mi mente otras sensaciones escondidas en recovecos de la memoria.  Movido por este arranque de la memoria quiero hacer inventario de aquellos momentos en los que los sentidos han provocado una especial sensación, por si alguna vez los olvido.

He escuchado el crujido del aire al ser atravesado por el rayo.
He sentido en el rostro los cristales de hielo empujado por el viento de invierno.
He sentido en la piel congelarse la niebla que remonta la montaña.
He temblado al caminar por el borde del abismo.
He sentido en las manos las afiladas aristas de las rocas.
He olido el aroma de la saxifraga, el dafne y el narciso.
He oído la llegada de la primavera en el canto del autillo.
He olido la noche.
He olido el aire saturado de resina de pino y trébol.
He sentido en mi interior el retumbar del trueno.
He oído el silbido de  las alas del buitre cuando planea.
He sentido acudir la sangre a todos y cada uno de los poros de la piel tras el baño en las heladas aguas de Millares.
He visto las burbujas de la corriente buceando en el río junto a las truchas.
He visto a la araña cazar a la mariposa.
He oído el trote del sarrio corriendo por la pradera.
Me he sentido hermano del árbol al abrazar su tronco.
He sentido los pulmones helados al respirar el agua difuminada por una cascada.
Me he sentido minúsculo al subir a una montaña.
Me he sentido Universo al subir a una montaña.
He sentido el cansancio  en músculos que ni siquiera sabía que existían.
He saboreado el hierro de alguna fuente.
He saboreado la avinagrada acidez de la acedera, la dulce acidez del arándano.
He dormido arropado por las estrellas.
He visto a las encantarias moviéndose por un lago.
Me he despertado en compañía del armiño, la marmota y el sarrio.
He olido el peculiar aroma del aire antes de que se desate la tormenta.
He sentido el tacto del musgo como si fuese la epidermis de la Tierra.
He visto la perfecta geometría de un copo de nieve.
He olido el acre aroma de la hierba fermentada y de la bosta antigua.
He visto el brillo metálico del lución.
He oído el sordo murmullo de la nieve recién caída al deslizarme suavemente por una pendiente.
He oído el crujido del hielo al quebrarse bajo mis pies.
He dejado de ver, de oler, al escuchar sólo el atronador estruendo, encerrado bajo el agua de una cascada.
He visto la rasgada pupila de la serpiente.
He dormido bajo el olor de los helechos.
He visto congelarse el agua instantáneamente al perforar el hielo de un lago.
He visto todos los colores del arcoiris multiplicado en miles de cristales de nieve.
He visto a las grullas y a las mariposas en sus larguísimos viajes migratorios.
Me he dormido arrullado por los mil susurros del arroyo.
He nadado mientras los murciélagos revoloteaban sobre mi cabeza.

Y lo mejor de todo es que la mayor parte de todas estas sensaciones, aunque íntimas, individuales, personales, las he vivido compartidas con las personas a las que más quiero.