Moricandia arvensis

Si en botánica no nos interesara más que el nombre de cada planta, sería equivalente a que de las personas que nos rodean sólo nos interesasen sus nombres. Me explico. Cada vez que una nueva planta se nos cruza en el camino se inicia una relación que abarca muchas facetas. Es como iniciar una relación de amistad. Al iniciar la amistad con una persona, probablemente, lo primero con lo que nos quedamos es su aspecto general. En el caso de las plantas es lo mismo. Al ver Moricandia arvensis quizá lo primero en lo que nos fijemos sea en el delicado y peculiar colorido de los pétalos. Pero al estrechar la relación percibimos detalles que nos pasaron desapercibidos en una primera mirada. Una visión más pormenorizada nos revela sus finos y alargados  frutos, la carnosidad de las abrazadoras hojas, el tacto sedoso de los tallos y el color glauco de sus hojas y ramas. Una vez que esto es familiar ya nos es más fácil recordar su nombre, pero queremos profundizar más en esa relación. Queremos saber dónde vive, cuáles son sus gustos, quiénes son sus amigos, de qué vive, de dónde viene. Moricandia arvensis no vive en cualquier lado, prefiere lugares removidos, espacios alterados por el ser humano. Gusta de escombreras y cunetas. Para profundizar esa amistad también nos interesamos por sus necesidades y así descubrimos que Moricandia no es una planta que guste de fríos, prospera en primavera, pero alargará su vida hasta el verano. Esto nos lleva a preguntar por sus orígenes, y descubrimos que es planta del oeste mediterráneo, vive tanto en el norte de África como en el suroeste de Europa. Este carácter mediterráneo quizá sea la causa de la poca  exigencia en cuanto a la elección del suelo, tanto le da un suelo ácido como básico, aunque comprobamos que se prodiga sin problemas en los inhóspitos yesos. Preguntando por su historia, habremos podido observar que es una planta que hace unos años era bastante rara de ver, y que en la actualidad es frecuente verla en las cunetas de la carretera. Basta ir por la nacional hacia Huesca para comprobar cómo se ha extendido. Respecto a sus amigos, vemos que no es una planta con amistades inseparables, como sucede con otras plantas a las  que siempre se las ve rodeadas de las mismas amigas. Quizá por las características del lugar donde mora, la vemos en compañía de gran variedad de especies, todas oportunistas, como las malvas, cenizos y curiosamente muchas de su propia familia (las crucíferas). Hemos llegado al capítulo de la familia. Ya conocemos a muchas de sus parientes, nos son familiares las  flores de todas sus primas, siempre con cuatro pétalos en cruz, por lo que no nos cuesta iniciar la relación con una nueva conocida de esta vasto clan.
Además estamos agradecidos a esta familia que en no pocas ocasiones son un rico y nutritivo alimento: nos comemos las raíces de rábanos, y nabos; hojas de coles y berros; flores de brócolis y coliflores; semillas  de las mostazas. Pero como la amistad que estamos iniciando no se basa en el interés particular, no importa que Moricandia arvensis no se sume a las lista de las "aprovechables".
Como lo nuestro es una amistad desinteresada, nos basta con conocer, contemplar, y alegrarnos con su presencia cada vez que la primavera se renueva. Y tratándose de una nueva amistad, qué mejor que compartirla, darla a conocer a otros amigos, como por ejemplo los que estas líneas están leyendo.

Castillo de Montearagón.

Aprovechando que teníamos una tarde libre en Huesca, nos hemos acercado al castillo de Montearagón. Ocasión para fotografiar la Hoya y Guara.


Hemos dejado el coche cerca de Quicena, por aquello de andar un poco, aunque la carreterilla llega hasta la misma fortaleza.

Una vez en el recinto del destartalado castillo nos asomamos por uno de los vanos que todavía resisten el tiempo. Quizá el Salto de Roldán ya despertaba la imaginación de los moradores del castillo en aquellos años del siglo XI 

Construido el castillo con materiales del lugar, la marca del tiempo deja su huella en los sillares de arenisca. Alveolos excavados por la erosión, como ya vimos antes en la Gabarda.

El pico Gratal, junto al valle del Isuela, a la derecha la sierra del Águila.


Entre la Peña de San Miguel y la Peña de Amán, se forma el Salto de Roldán. Detrás, con algo de nieve, el pico del Águila y sus torres de comunicaciones.

Los estratos plegados que forman la Sierra de Guara han quedado expuestos  y exfoliados, creando los cantiles que bordean el barranco de San Martín, donde se esconde la ermita de San Martín de la Val de Onsera. Sobre ellos la loma redondeada del Matapaños.

La Sierra de Guara con sus tres cimas, Tozal de Guara, Tozal de Cubilás y Cabeza de Guara, todas ellas con nieve. A la izquierda, asoma el Fragineto.

El castillo de Montearagón está construido como avanzadilla de la montaña. No llega a la Hoya ni está en las sierras. Aprovecha los sucesivos escalones sedimentarios, ya muy abarrancados por una red fluvial que desgasta los taludes y muestra las sucesiones de arcillas y areniscas.

Dejamos el castillo y paseamos siguiendo una de las pistas que recorren las terrazas.

Desde una de estas terrazas nos asomamos a la Hoya. Los cereales de invierno verdean el llano. Hace casi mil años las gentes de la montaña se asomaron a estos cerros con la mirada codiciosa sobre Huesca y sus almunias.













Hornungia petraea subsp. petraea


Ya hace días que el aroma de los almendros impregna el aire y  sentimos la juventud de la estación  bajo nuestros pies. El aviso de los almendros es precoz. Pobres almendros, pese a estar con nosotros desde hace más de dos mil años, todavía no han aprendido los rigores de nuestro clima. 
Entre las plantas que reciben tempranamente la llamada de la primavera está la pequeñísima Hornungia petraea. Para encontrarla, el caminante dejará de lado los altos herbazales, pardos aún por el invierno, y buscará los pequeños claros, pradillos someros, que nacen en suelos desnudos y poco profundos, a veces en la costra de los yesos, en otras ocasiones en la repisa de las rocas areniscas o calcáreas. La observación se centrará en el verde tierno de los musgos, y junto a ellos, los minúsculos puntos blancos de la flor de la Hornungia, que vemos se mezcla con otras pequeñas anuales como  es el caso de Erophyla verna. Ha nacido hace pocas semanas, y todavía no sobrepasa a los filamentos fértiles del musgo. Será necesario acercarnos a su mínima escala para poder contemplarla. Concentrar la mirada en estos universos reducidos es como realizar un repentino viaje hacia un mundo diferente.
Las flores las vemos agrupadas en racimos. Los pétalos no alcanzan el milímetro de longitud (si tuviera casi 2 milímetros estaríamos ante la subespecie aragonensis). Vemos las hojas oblongas, que están divididas en impar número de segmentos todos carnosos y brillantes, agudos en el extremo. 
Esta hierbecilla tiene un ciclo de vida anual. Adaptada a vivir en suelos leves, no invierte energía en fabricar ni leña ni potentes raíces. 
El primer paso de su crecimiento es formar una roseta de hojas aplicadas al suelo que reciban bien los discretos rayos solares del invierno. Los azúcares que generen las hojas se destinan tempranamente para desarrollar un tallo florífero lo antes posible. Tallo que crecerá con floración continua durante meses hasta llegar a los 10 cm.
Si la comparamos con el almendro, su estrategia vital es diametralmente opuesta. Para la Hornungia no es importante protegerse para prolongar la vida. Cuenta con un año para completar su ciclo. Todo va dirigido a conservar la especie en un medio hostil: germinar pronto para tener una buena posición de partida en la carrera por obtener luz. Florecer  prolongadamente para generar cuantas más semillas mejor. No distraerse en elementos innecesarios como protección de semillas o tallos. Aprovechar la estación húmeda para nacer y crecer, y esperar al verano para morir.